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jueves, 28 de mayo de 2015

Fragmentos.


El siguiente lo guardé para hoy.

Del cuento "El cordero y la ballena"; justo después de caía la noche y antes de volver. 


No importaba la oscuridad y el frío que desde hace algunas horas había comenzado a abrazarlos. Moby le brindaba seguridad sobre aquél azul ennegrecido y estaba seguro que no naufragaría en la inmensa profundidad.


Ahí estaba, tan grande y tan brillante, como moviéndose hacia él a través del vaivén de las olas. Estaba en el momento y en el tiempo correcto, no existía el pasado o lo que pasaría después, y entonces, todo se detuvo, quiso quedarse ahí para siempre; era Moby quien le había puesto la Luna entre los brazos. Las lágrimas comenzaron a brotarle por sus redondos ojos y su abundante pelaje no fue capaz de disfrazarlas. Y no importaba, ante aquél maravilloso espectáculo entendió que quizá la sal de aquellas aguas, la obtenía de todos los seres que también habían desbordado a ríos, su felicidad, como pretendiendo formar un mar que alcance para abrazarla completa. 

Vaciarse para llenarse de su infinita belleza. 


viernes, 1 de mayo de 2015

El cordero y la ballena.



    Había una vez, un cordero de pelaje extenso, tan blanco como las nubes que volaban a través del cielo azul. Se preguntaba si algún día formaría parte de ese rebaño; insistía en que su maraña esponjosa era el pase necesario para entrar en él. Quizá allá arriba, el viejo Jefe, el perro ovejero, ya no lo molestaría más. Además, todos sus amigos decían que uno siempre termina ahí arriba, viviendo más cerca de la Luna y las estrellas.

    Un día no resistió más y se dio a la tarea de alcanzarlos. Pensó en lo que le había dicho la hija de Bob: Un sueño de elevada magnitud conllevaba grandes retos, delata también las carencias y miedos a los que uno no estaba acostumbrado; por ejemplo: sus patas, el inmenso sueño contrastaba con unas patas demasiado cortas, o quizá solo era todo él. Pero sabía que podía hacerlo, y con la ayuda de sus amigos, sería mucho más fácil. 

    Primero pidió ayuda a la señora tortuga.
    — Tal vez si te paras sobre mi caparazón puedas llegar.
    Y lo intentó, mas no lo logró.

    Siguió intentando con su amigo el elefante. Notó que cuando se bañaba, su trompa era capaz de alcanzar las nubes. Quizá ellos eran los que las llenaban de agua para que pudiese llover cuando fuere necesario. 
    — Hola señor elefante. Sabe, quiero poder recorrer el cielo como lo hacen las nubes, creo poder lograrlo gracias a que mi pelo parece un algodón de azúcar. Solo me falta impulsarme un poco, ¿me ayuda, por favor?
    El señor elefante no lo pensó dos veces, él era muy pesado y supuso era muy buen apoyo como para que no cayera en su intento. Además, no permitiría que por su culpa alguien no pudiere cumplir sus sueños.
    — Cuidado al subir pequeño cordero, una caída de esta altura podría resultar en un accidente que ni tu esponjosa blancura podrá salvarte.
    Subió con avidez. Allá arriba sintió ser el rey de la granja. Incluso pudo ver que todos comenzaban a verse demasiado pequeños.
    — ¿Puedes notar que ya estás más cerca?
    — No, aún estamos demasiado lejos. — Contestó el desanimado cordero. — Pero gracias a Usted sé que puedo llegar, solo debo encontrar el camino correcto. Creo que la señora jirafa podrá ayudarme, acabo de ver que su cuello puede ser la escalera que recorte mi distancia con el cielo. 
Bajó con la esperanza de que así fuere.


    Al llegar con la jirafa, imaginó que la estatura que uno adquiere con los años podría medirse con su extenso cuello, quizá las motas distribuidas en éste servirían como regla, y también como escalones para no caer desde aquella altura.
    — He escuchado que quieres llegar muy alto, pequeño cordero. — Toda risueña.

    Solo logró asentir con la cabeza. No podía esperar más tiempo, necesitaba subir, quería conquistar las alturas. Y subió. Esta ocasión lo hizo con lentitud, pues sus patas resbalaban ante el estrecho sendero. Allá arriba se dio cuenta que la distancia no solo podía medirse hacia arriba, sino a lo lejos. Quedó tan sorprendido que por un momento olvidó el propósito principal de estar ahí. 

    — ¿Qué es eso? — Señalando el inmenso e interminable lago.
    — Es el mar, pequeño cordero. — Contestó afablemente.
    — ¿El qué? — Preguntó en serio. Realmente ignoraba lo que eso significase.
    — Es una extensión de agua que no se bebe, pero que brinda vida a través de las historias más maravillosas que puedas imaginar. — Dijo. Como recordando todas las que había tenido oportunidad de escuchar.
    — Ahh… — Fue su única respuesta.
    — Ahí, hay animales que pueden respirar bajo ella, pueden nadar y cantar como lo hacemos nosotros gracias al aire.
    — Pero… ¡es imposible! Nadie puede meter la cabeza bajo el agua sin ahogarse. — Recordando la última vez que quiso refrescarse de más, la maraña en su cabeza. Se negaba a creer que alguien pudiese hacerlo. — Es un súper poder, ¿verdad?
    — Es un don, mi pequeño cordero. Hay animales que están hechos para poder vivir junto a nosotros y otros que son libres, pueden irse tan lejos como deseen. Ellos conocen el horizonte, y gracias a ello, pueden ir más allá. Solo su cansancio puede detenerlos, aunque no para siempre.
    — ¿Horizonte… dices? — Todo confundido.
    — Sí, lo que tú ves a lo lejos, no es más que la ilusión que hace que el cielo se una al suelo. Es el que ve nacer el sol en cada amanecer, y lo acompaña cuando se despide. 

Ahora, la expresión en la mirada del cordero era más de admiración que de sorpresa. 

    — Vamos, qué esperas, llévame, prometo no ir todo el tiempo sobre tu cabeza. Además, veo que las nubes se acercan al suelo, quizá allá hasta yo pueda tocarlas, y entonces, podré camuflarme para que el Jefe no me encuentre.
    — No creas todo lo que tus ojos ven, mi pequeña nube con patas. — Dijo la jirafa en tono amable. — Una escena puede decirnos muchas cosas, incluso ser lo que queremos que sea, y no por ello significa que sea real. Lo que tú ves, es donde las nubes terminan su viaje. ¿Puedes ver cómo se introducen en el mar? Es ahí donde se vuelven eternas.
    — Entonces quizá solo bajan para cargarse de agua. — Dijo el cordero en tono negativo. —Imposible  que mi rebaño se ahogue. Si hay animales que pueden respirar bajo el agua… ¿por qué ellas no? — Dijo en tono que no admitía debate.
    — Cuenta  la leyenda que viajan tan lejos, que la experiencia de pasar por tantos lados, las cambia, y es por ello que cuando vuelven a nosotros, las vemos completamente diferentes, que toman la forma de lo que queramos que sean.
    El cordero no supo qué decir. Ahora ya no deseaba tanto ser parte de ellas. No quería cambiar, ni siquiera un poquito. Aunque por otro lado, estaba convencido de que no podía ser tan malo como lo decía la señora jirafa. Él no era de los que juzgaba sin antes darse la oportunidad de enterarse en por sí mismo.
    — ¿Cómo puedo llegar hasta allá? — Preguntando como si estuviese preparado para salir de inmediato.
    — No lo sé, mi algodón de azúcar. — Burlándose con ternura (como cuando se transmite algo que apasiona enseñar). — Ve con la señora tortuga, ella aclarará tus dudas. Ella viene de ahí.

Y regresó con la tortuga. Brincando de la emoción mientras cantaba aquella canción que la hija del granjero tarareaba cuando su rostro reflejaba la misma intensidad que el sol. 


    — Señora tortuga… ¿está ahí dentro? — Preguntó tocando el caparazón, como si de verdad en algún momento ella pudiese haber salido por ahí.
    Se escuchó un movimiento ahí dentro, como cuando alguien arregla su casa al momento de escuchar el timbre cuando no espera visitas. Asomó su pequeña cabeza por la ventana de su casa y sus párpados se deslizaron para dejar a la vista unos ojos que buscaban el origen del sonido.
    — ¡Oh…! Eres tú, mi joven peludo, ¿ya encontraste la manera de llegar al cielo?
    — Tal vez. Ahora sé que podría llegar a través del mar, solo tengo que llegar al horizonte.
    — Ya veo. Así que ahora no quieres subir, sino solo ir lejos…
    — Sí. Solo espero poder regresar.
    — Todos podemos, solo no pierdas el camino.
    — No creo que pueda perderme, seguiré mis huellas al volver. — Dijo todo orgulloso, pues a lo largo de su vida, siempre había podido volver sin la ayuda de nadie, aunque eso resultase solo en el hecho de que sabía regresar al corral.
    — Me refiero a que cuides cada paso. El tiempo es capaz de conservar los caminos, pero las condiciones en él serán diferentes a como lo viste por primera vez.
    — No importará si Usted me acompaña. — Con unos ojos que implicaban complicidad.
    — Podría presentarte a una vieja amiga. Yo estoy demasiado vieja para intentar una aventura de tal magnitud. Vamos, apresurémonos antes de que noten nuestra ausencia.
    En esta ocasión, el cordero colocó a la tortuga sobre su espalda. Ahí arriba, no experimentaría mucha altura, pero sí, mucha velocidad.
    — No se suelte, por favor.

Y comenzó a correr, lo hizo tan rápido que la tortuga sintió el aire que había sido rociado con el perfume de los bosques. Recordó su juventud, cuando el mar también le regalaba aromas tan agradables en la brisa del atardecer.

    — ¿Qué es esto? — Nunca había visto un piso tan flojo y claro. Ni siquiera la tierra era tan fina.
    — Es arena. Ten cuidado, en ocasiones se calienta demasiado.
    — Se mete entre mis pezuñas y me causa cosquillas… jeje
    — Dicen que todos aquí, somos como un granito de arena. Estamos aquí para formar parte de algo,  y complementar algo de mayor inmensidad; como lo hace la arena y el mar.
    — Entonces… ¡quizá el cielo en cierto modo está unido al mar! — Dijo en tono extasiado.
    — Solo hay una manera de saberlo, vamos, deja bajarme, quiero sentir los granitos de arena entre mis patas.
    Y juntos se acercaron a la orilla, donde el mar se rompía, donde cada llegada de agua, era una oportunidad para irse. Donde cada final suponía un nuevo comienzo.
    — Ven, sube de nuevo a mi coraza. Promete que ahora tú te sostendrás con todas tus fuerzas.

Y así lo hizo.


    Un sonido agudo se escuchó minutos después de haber zarpado. Después, otro, y cada vez se escuchaba más cerca. Era un sonido tan agradable como el canto de un canario, solo que el cordero no podía ver de dónde provenía tal armonía.
    La tortuga se detuvo. Notaron que algo los mantenía al centro. Las ondas del mar se agitaban en un vaivén tan ligero que parecía estar el ritmo de los cantos. Algo muy grande parecía estar rodeándolos por debajo del agua.
    El cordero comenzó a sudar frío. Ni el espeso pelo pudo mantenerlo caliente. Olvidó por un momento lo que era el calor, prometió no volver a quejarse de tenerlo tan largo, si por él fuera, podían dejárselo hasta el punto en el que no pudiese ni caminar.
    — Es ella. — Le informó la tortuga.
    — ¿Cómo? ¿Quién? — Dijo el cordero entrecortadamente, era imposible esconder su miedo.
    — Mi amiga, quién te ayudará a encontrar tus respuestas.
    
    De pronto, el instrumento musical emergió. El cordero pudo notar los trazos largos que demostraba su gran cuerpo. Alargados como las estrellas fugaces. Concluyó que la manera en la que cantaba era por el perfecto tallado en su caja, su cuerpo. Imaginó que ella podía haber caído del cielo, tal cual las nubes, como se lo había dicho la jirafa.
    Ambos fueron mojados una vez que la ballena expulsó aire a través de su espiráculo.
    — ¡Hola tortuga! ¡Tanto tiempo sin verte! Casi no te reconozco con esas canas, mira que hasta parece que tienen vida. — Rió.
    — Y mira que no pude resistirme a hacerme base. ¿Cómo se me ve? — Dijo siguiendo el juego.
     El cordero parecía no entender el chiste. Solo podía observar con cierta impaciencia hasta que terminaran de reír.  Así también, lo tranquilizó el hecho de que ya no estuviese en peligro. Al menos es lo que suponía.
Después del enérgico saludo, Moby se acercó a ellos y preguntó por qué tenía miedo.
    — Es solo que… — Bajó la mirada y con una pezuña comenzó a trazar sobre la coraza de la tortuga, como si ahí fuere a encontrar las palabras adecuadas.
    — Es lo que todos sentimos cuando no estamos acostumbrados a algo, no sabemos qué es lo que se debe hacer en caso de caerse, o de que algo salga de una manera diferente a como lo esperábamos. Tienes que verlo desde la perspectiva que te ofrece el cruzarlo, porque una vez que lo enfrentas, se convierte en coraje, en fuerza para enfrentar nuevos retos.
    El cordero ya no suponía estar seguro, ahora, lo estaba. Y como si recordara como hablar, se presentó.
    — Hola, me llamo Ajee. — Así le pusieron sus padres por ser tan curativo, pues decían que su presencia siempre calmaba todos los males, además de ser pequeño. Era el abstracto del ajenjo.
    La enorme ballena azul volvió a mojarlos. Al pequeño cordero comenzaba a gustarle.
    — ¿Cómo haces eso? — Preguntó listo para aprender. — ¡Quiero poder hacerlo!
Moby rió. Jamás imaginó que algún día alguien pudiere pedírselo.
    — Podrías ahogarte, mi pequeña maleza algodonosa.  Verás, es la manera en la cual puedo respirar bajo el agua, debo sacar el aire en mis pulmones. Tal cual lo haces tú, pero en pequeño.
    — ¿Dices que también lo hago, pero no me doy cuenta? — De nuevo, confundido. Y como si apenas se hubiese enterado que sabía respirar, decidió hacerlo de tal manera que ahora no perdería detalle.
Los bizcos en sus ojos eran una invitación para que la tortuga y Moby rieran de nuevo.
    — Ayy, pero no entiendo por qué es que no puedo aventar agua como tú lo haces. — Dijo decepcionado.
    — No porque no puedas hacer algo, significa que no funciones como deberías. La magia está en cada uno de nosotros, y para ello no necesitamos trucos para demostrarlo. Solo lo hacemos y los demás se encargarán de asombrarse. 

    El cordero comenzaba a preguntarse por qué no había planeado antes dicho viaje. Enseguida entendió que había que estar preparado para ello, y en aquél entonces, no habría sabido que hacer con las respuestas que acababa de oír.

    — ¡Ay Moby! Ya te extrañaba. — Comentó la tortuga.
    — No vuelvas a irte. Éste es tu hogar. Aquí nadie puede encontrarte, ni siquiera los malos momentos.
    — Tengo hacerlo, el cansancio se ha apoderado de mí poco a poco. Me es difícil mantenerme a flote. Además, tengo que cuidar de los demás, mi trascendencia. Lo único que podré dejarles será el tiempo de vida que me queda.
    Moby la escuchó con plena atención. No podía pretender quitarle el deseo de estar con su familia. Es lo único que queda cuando todo lo demás se ha ido.
    — Está bien, Zerbu. Pero trata de visitarme más seguido. — Dijo con la esperanza de que así fuere.
    — Lo haré, trataré. — Dijo sin más la tortuga. — Hoy estoy aquí con la intención de que acompañes a mi amigo al fin del mundo. Pequeño cordero, sube al lomo de Moby. Tengo que volver. — Sus palabras ya sonaban a cansancio.
    El cordero sentía que pisaba tierra firme gracias la magnitud de Moby. Ahí pudo hasta sentarse y observar como la tortuga se alejaba bajo el agua.
    — Bien mi arbusto blanquecino… ¿Qué buscamos? — Dijo Moby sin rodeos.
    — Quiero conocer el horizonte. — Dijo en un tono que solo describía las ganas de no perder más tiempo. Dicen que ahí van las nubes… y yo quiero formar parte de ellas. En la mañana intenté llegar a ellas, pero no pude alcanzarlas por mis cortas piernas. — Su mirada se posó en la el azulado lomo. — Desde la cabeza de la jirafa pude ver que en el horizonte se puede llegar a ellas. Ahí podré esconderme del viejo Jefe.     — Ya comenzaba a creerlo.
    — No pueden alcanzarse. Las única manera de sentirlas, es esperando a que nos las brinde el cielo. Son la prueba de que existe la vida después de la muerte.
    — ¡No!, no pueden sacrificarse así nada más. — Dijo preocupado.
    — Entienden que morir no significa olvido. Siempre vuelven más fuertes y con un propósito más grande. Ellas son capaces de caer, ignoran el vértigo solo para que en la tierra se pueda vivir.

    El cordero recordó las palabras de la jirafa sobre que las nubes cambiaban por viajar tan lejos. A pesar de que la jirafa nunca había estado cerca del mar, lo que ella le dijo no estaba tan incorrecto, solo que ahora sabía cómo y por qué. Comprendió que las nubes tenían un propósito mayor que solo dibujar figuras en el cielo.
    Prefería seguir viendo las nubes tal como las recordaba, tan libres y con significados que entre sus amigos y él podían decidir a su paso; ya no importaba que el Jefe lo molestara, estaba orgulloso de que la vida comenzara a tener sentido.  

    — Verás, pequeño cordero, aquí en el mar, puedes tener todo: el cielo, la Luna, el arcoíris… — Dijo Moby con la intención de mostrárselos. — Y ni siquiera tenemos que movernos.
    El cordero no comprendía nada. Estaba a punto de darle un calambre cerebral.
    — ¡No te creo!, aquí todo se ve azul. — Creyó que Moby se burlaba de él.
    Así que la ballena se sumergió lo suficiente para que de nuevo pudiese respirar y expulsar aire en la superficie. Y lo que pudo regalarle al cordero, es un pequeño arcoíris formado por la brisa y los rayos del sol que descansaban sobre ellos.
    Si el cordero pudiese ver sus propios ojos, sabría que el arcoíris se le había colado en ellos. Ni el negro en sus ojos pudo resistirse a los colores que le brillaron por un momento.   
    — ¿Lo ves? — Rió al ver la cara del cordero.
    El cordero solo asintió con la cabeza.
    
Parecía que sus ojos acabaran de conocer la luz, o quizá solo los colores. Los minutos y las horas pasaron, y el cielo se mostró con tonalidades anaranjadas, violetas y rojizas, como si en cierto modo se hubiese ruborizado porque él se le quedó viendo por tanto tiempo.  
    Moby quería enseñarle que estaban más cerca del cielo de lo que él creía.
    — ¿Qué esperamos, Moby? — Preguntó el cordero preocupado por la hora.
    
    No fue necesario esperar a la media noche. El reflejo se veía perfecto en aquella obscuridad.  


    Al volver, la tortuga le preguntó si había encontrado lo que buscaba. 

    — No se trataba de buscar. Solo de verlo desde otra perspectiva. El cielo también está ahí, donde nos hundimos. Te abraza, ofreciéndote cada espacio de él aquí abajo. Podemos tenerlo todo, solo debemos ser capaces de verlo. Me equivocaba al pensar que era necesario tener algo para complementarme, y ahora sé que todo se trata de admiración, que nada está hecho para sostenerse; porque todo, absolutamente todo, es inalcanzable aun teniéndolo a la mano. 

Fin.