El siguiente lo guardé para hoy. Del cuento "El cordero y la ballena"; justo después de caía la noche y antes de volver.
No importaba la oscuridad y el frío que desde hace algunas
horas había comenzado a abrazarlos. Moby le brindaba seguridad sobre aquél azul
ennegrecido y estaba seguro que no naufragaría en la inmensa profundidad.
Ahí estaba, tan grande y tan brillante, como moviéndose
hacia él a través del vaivén de las olas. Estaba en el momento y en el tiempo
correcto, no existía el pasado o lo que pasaría después, y entonces, todo se
detuvo, quiso quedarse ahí para siempre; era Moby quien le había puesto la Luna
entre los brazos. Las lágrimas comenzaron a brotarle por sus redondos ojos y su
abundante pelaje no fue capaz de disfrazarlas. Y no importaba, ante aquél maravilloso
espectáculo entendió que quizá la sal de aquellas aguas, la obtenía de todos los seres
que también habían desbordado a ríos, su felicidad, como pretendiendo formar un mar que alcance para abrazarla completa.
Había una vez, un cordero de pelaje extenso, tan blanco como
las nubes que volaban a través del cielo azul. Se preguntaba si algún día
formaría parte de ese rebaño; insistía en que su maraña esponjosa era el pase
necesario para entrar en él. Quizá allá arriba, el viejo Jefe, el perro ovejero,
ya no lo molestaría más. Además, todos sus amigos decían que uno siempre
termina ahí arriba, viviendo más cerca de la Luna y las estrellas.
Un día no resistió más y se dio a la tarea de alcanzarlos.
Pensó en lo que le había dicho la hija de Bob: Un sueño de elevada magnitud
conllevaba grandes retos, delata también las carencias y miedos a los que uno
no estaba acostumbrado; por ejemplo: sus patas, el inmenso sueño contrastaba
con unas patas demasiado cortas, o quizá solo era todo él. Pero sabía que podía
hacerlo, y con la ayuda de sus amigos, sería mucho más fácil.
Primero pidió ayuda a la señora tortuga.
— Tal vez si te paras sobre
mi caparazón puedas llegar.
Y lo intentó, mas no lo logró.
Siguió intentando con su amigo el elefante. Notó que cuando se
bañaba, su trompa era capaz de alcanzar las nubes. Quizá ellos eran los que las
llenaban de agua para que pudiese llover cuando fuere necesario.
— Hola señor elefante. Sabe, quiero poder recorrer el cielo
como lo hacen las nubes, creo poder lograrlo gracias a que mi pelo parece un
algodón de azúcar. Solo me falta impulsarme un poco, ¿me ayuda, por favor?
El señor elefante no lo pensó dos veces, él era muy pesado y
supuso era muy buen apoyo como para que no cayera en su intento. Además, no
permitiría que por su culpa alguien no pudiere cumplir sus sueños.
— Cuidado al subir pequeño cordero, una caída de esta altura
podría resultar en un accidente que ni tu esponjosa blancura podrá salvarte.
Subió con avidez. Allá arriba sintió ser el rey de la granja.
Incluso pudo ver que todos comenzaban a verse demasiado pequeños.
— ¿Puedes notar que ya estás más cerca?
— No, aún estamos demasiado lejos. — Contestó el desanimado
cordero. — Pero gracias a Usted sé que puedo llegar, solo debo encontrar el
camino correcto. Creo que la señora jirafa podrá ayudarme, acabo de ver que su
cuello puede ser la escalera que recorte mi distancia con el cielo.
Bajó con la esperanza de que así fuere.
Al llegar con la jirafa, imaginó que la estatura que uno
adquiere con los años podría medirse con su extenso cuello, quizá las motas
distribuidas en éste servirían como regla, y también como escalones para no
caer desde aquella altura.
— He escuchado que quieres llegar muy alto, pequeño cordero.
— Toda risueña.
Solo logró asentir con la cabeza. No podía esperar más
tiempo, necesitaba subir, quería conquistar las alturas. Y subió. Esta ocasión lo
hizo con lentitud, pues sus patas resbalaban ante el estrecho sendero. Allá arriba se dio cuenta que la distancia no solo podía
medirse hacia arriba, sino a lo lejos. Quedó tan sorprendido que por un momento
olvidó el propósito principal de estar ahí.
— ¿Qué es eso? — Señalando el inmenso e interminable lago.
— Es el mar, pequeño cordero. — Contestó afablemente.
— ¿El qué? — Preguntó en serio. Realmente ignoraba lo que
eso significase.
— Es una extensión de agua que no se bebe, pero que brinda
vida a través de las historias más maravillosas que puedas imaginar. — Dijo.
Como recordando todas las que había tenido oportunidad de escuchar.
— Ahh… — Fue su única respuesta.
— Ahí, hay animales que pueden respirar bajo ella, pueden
nadar y cantar como lo hacemos nosotros gracias al aire.
— Pero… ¡es imposible! Nadie puede meter la cabeza bajo el
agua sin ahogarse. — Recordando la última vez que quiso refrescarse de más, la
maraña en su cabeza. Se negaba a creer que alguien pudiese hacerlo. — Es un súper
poder, ¿verdad?
— Es un don, mi pequeño cordero. Hay animales que están
hechos para poder vivir junto a nosotros y otros que son libres, pueden irse
tan lejos como deseen. Ellos conocen el horizonte, y gracias a ello, pueden ir
más allá. Solo su cansancio puede detenerlos, aunque no para siempre.
— ¿Horizonte… dices? — Todo confundido.
— Sí, lo que tú ves a lo lejos, no es más que la ilusión que
hace que el cielo se una al suelo. Es el que ve nacer el sol en cada amanecer,
y lo acompaña cuando se despide.
Ahora, la expresión en la mirada del cordero era más de
admiración que de sorpresa.
— Vamos, qué esperas, llévame, prometo no ir todo el tiempo
sobre tu cabeza. Además, veo que las nubes se acercan al suelo, quizá allá
hasta yo pueda tocarlas, y entonces, podré camuflarme para que el Jefe no me
encuentre.
— No creas todo lo que tus ojos ven, mi pequeña nube con
patas. — Dijo la jirafa en tono amable. — Una escena puede decirnos muchas
cosas, incluso ser lo que queremos que sea, y no por ello significa que sea
real. Lo que tú ves, es donde las nubes terminan su viaje. ¿Puedes ver cómo se
introducen en el mar? Es ahí donde se vuelven eternas.
— Entonces quizá solo bajan para cargarse de agua. — Dijo el
cordero en tono negativo. —Imposibleque
mi rebaño se ahogue. Si hay animales que pueden respirar bajo el agua… ¿por qué
ellas no? — Dijo en tono que no admitía debate.
— Cuenta la leyenda
que viajan tan lejos, que la experiencia de pasar por tantos lados, las cambia,
y es por ello que cuando vuelven a nosotros, las vemos completamente diferentes,
que toman la forma de lo que queramos que sean.
El cordero no supo qué decir. Ahora ya no deseaba tanto ser
parte de ellas. No quería cambiar, ni siquiera un poquito. Aunque por otro
lado, estaba convencido de que no podía ser tan malo como lo decía la señora
jirafa. Él no era de los que juzgaba sin antes darse la oportunidad de
enterarse en por sí mismo.
— ¿Cómo puedo llegar hasta allá? — Preguntando como si
estuviese preparado para salir de inmediato.
— No lo sé, mi algodón de azúcar. — Burlándose con ternura
(como cuando se transmite algo que apasiona enseñar). — Ve con la señora
tortuga, ella aclarará tus dudas. Ella viene de ahí.
Y regresó con la tortuga. Brincando de la emoción mientras
cantaba aquella canción que la hija del granjero tarareaba cuando su rostro
reflejaba la misma intensidad que el sol.
— Señora tortuga… ¿está ahí dentro? — Preguntó tocando el
caparazón, como si de verdad en algún momento ella pudiese haber salido por
ahí.
Se escuchó un movimiento ahí dentro, como cuando alguien
arregla su casa al momento de escuchar el timbre cuando no espera visitas. Asomó
su pequeña cabeza por la ventana de su casa y sus párpados se deslizaron para
dejar a la vista unos ojos que buscaban el origen del sonido.
— ¡Oh…! Eres tú, mi joven peludo, ¿ya encontraste la manera
de llegar al cielo?
— Tal vez. Ahora sé que podría llegar a través del mar, solo
tengo que llegar al horizonte.
— Ya veo. Así que ahora no quieres subir, sino solo ir
lejos…
— Sí. Solo espero poder regresar.
— Todos podemos, solo no pierdas el camino.
— No creo que pueda perderme, seguiré mis huellas al volver.
— Dijo todo orgulloso, pues a lo largo de su vida, siempre había podido volver
sin la ayuda de nadie, aunque eso resultase solo en el hecho de que sabía
regresar al corral.
— Me refiero a que cuides cada paso. El tiempo es capaz de
conservar los caminos, pero las condiciones en él serán diferentes a como lo
viste por primera vez.
— No importará si Usted me acompaña. — Con unos ojos que implicaban
complicidad.
— Podría presentarte a una vieja amiga. Yo estoy demasiado
vieja para intentar una aventura de tal magnitud. Vamos, apresurémonos antes de
que noten nuestra ausencia.
En esta ocasión, el cordero colocó a la tortuga sobre su
espalda. Ahí arriba, no experimentaría mucha altura, pero sí, mucha velocidad.
— No se suelte, por favor.
Y comenzó a correr, lo hizo tan rápido que la tortuga sintió
el aire que había sido rociado con el perfume de los bosques. Recordó su
juventud, cuando el mar también le regalaba aromas tan agradables en la brisa
del atardecer.
— ¿Qué es esto? — Nunca había visto un piso tan flojo y
claro. Ni siquiera la tierra era tan fina.
— Es arena. Ten cuidado, en ocasiones se calienta demasiado.
— Se mete entre mis pezuñas y me causa cosquillas… jeje
— Dicen que todos aquí, somos como un granito de arena.
Estamos aquí para formar parte de algo,y complementar algo de mayor inmensidad; como lo hace la arena y el mar.
— Entonces… ¡quizá el cielo en cierto modo está unido al
mar! — Dijo en tono extasiado.
— Solo hay una manera de saberlo, vamos, deja bajarme,
quiero sentir los granitos de arena entre mis patas.
Y juntos se acercaron a la orilla, donde el mar se rompía,
donde cada llegada de agua, era una oportunidad para irse. Donde cada final
suponía un nuevo comienzo.
— Ven, sube de nuevo a mi coraza. Promete que ahora tú te
sostendrás con todas tus fuerzas.
Y así lo hizo.
Un sonido agudo se escuchó minutos después de haber zarpado.
Después, otro, y cada vez se escuchaba más cerca. Era un sonido tan agradable
como el canto de un canario, solo que el cordero no podía ver de dónde provenía
tal armonía.
La tortuga se detuvo. Notaron que algo los mantenía al
centro. Las ondas del mar se agitaban en un vaivén tan ligero que parecía estar
el ritmo de los cantos. Algo muy grande parecía estar rodeándolos por debajo
del agua.
El cordero comenzó a sudar frío. Ni el espeso pelo pudo
mantenerlo caliente. Olvidó por un momento lo que era el calor, prometió no
volver a quejarse de tenerlo tan largo, si por él fuera, podían dejárselo hasta
el punto en el que no pudiese ni caminar.
— Es ella. — Le informó la tortuga.
— ¿Cómo? ¿Quién? — Dijo el cordero entrecortadamente, era
imposible esconder su miedo.
— Mi amiga, quién te ayudará a encontrar tus respuestas.
De pronto, el instrumento musical emergió. El cordero pudo
notar los trazos largos que demostraba su gran cuerpo. Alargados como las
estrellas fugaces. Concluyó que la manera en la que cantaba era por el perfecto
tallado en su caja, su cuerpo. Imaginó que ella podía haber caído del cielo,
tal cual las nubes, como se lo había dicho la jirafa.
Ambos fueron mojados una vez que la ballena expulsó aire a
través de su espiráculo.
— ¡Hola tortuga! ¡Tanto tiempo sin verte! Casi no te
reconozco con esas canas, mira que hasta parece que tienen vida. — Rió.
— Y mira que no pude resistirme a hacerme base. ¿Cómo se me
ve? — Dijo siguiendo el juego.
El cordero parecía no
entender el chiste. Solo podía observar con cierta impaciencia hasta que
terminaran de reír. Así también, lo
tranquilizó el hecho de que ya no estuviese en peligro. Al menos es lo que suponía.
Después del enérgico saludo, Moby se acercó a ellos y preguntó
por qué tenía miedo.
— Es solo que… — Bajó la mirada y con una pezuña comenzó a
trazar sobre la coraza de la tortuga, como si ahí fuere a encontrar las
palabras adecuadas.
— Es lo que todos sentimos cuando no estamos acostumbrados a
algo, no sabemos qué es lo que se debe hacer en caso de caerse, o de que algo
salga de una manera diferente a como lo esperábamos. Tienes que verlo desde la
perspectiva que te ofrece el cruzarlo, porque una vez que lo enfrentas, se
convierte en coraje, en fuerza para enfrentar nuevos retos.
El cordero ya no suponía estar seguro, ahora, lo estaba. Y
como si recordara como hablar, se presentó.
— Hola, me llamo Ajee. — Así le pusieron sus padres por ser
tan curativo, pues decían que su presencia siempre calmaba todos los males,
además de ser pequeño. Era el abstracto del ajenjo.
La enorme ballena azul volvió a mojarlos. Al pequeño cordero
comenzaba a gustarle.
— ¿Cómo haces eso? — Preguntó listo para aprender. — ¡Quiero
poder hacerlo!
Moby rió. Jamás imaginó que algún día alguien pudiere pedírselo.
— Podrías ahogarte, mi pequeña maleza algodonosa. Verás, es la manera en la cual puedo respirar
bajo el agua, debo sacar el aire en mis pulmones. Tal cual lo haces tú, pero en
pequeño.
— ¿Dices que también lo hago, pero no me doy cuenta? — De
nuevo, confundido. Y como si apenas se hubiese enterado que sabía respirar, decidió
hacerlo de tal manera que ahora no perdería detalle.
Los bizcos en sus ojos eran una invitación para que la
tortuga y Moby rieran de nuevo.
— Ayy, pero no entiendo por qué es que no puedo aventar agua
como tú lo haces. — Dijo decepcionado.
— No porque no puedas hacer algo, significa que no funciones
como deberías. La magia está en cada uno de nosotros, y para ello no
necesitamos trucos para demostrarlo. Solo lo hacemos y los demás se encargarán
de asombrarse.
El cordero comenzaba a preguntarse por qué no había planeado
antes dicho viaje. Enseguida entendió que había que estar preparado para ello,
y en aquél entonces, no habría sabido que hacer con las respuestas que acababa
de oír.
— ¡Ay Moby! Ya te extrañaba. — Comentó la tortuga.
— No vuelvas a irte. Éste es tu hogar. Aquí nadie puede
encontrarte, ni siquiera los malos momentos.
— Tengo hacerlo, el cansancio se ha apoderado de mí poco a
poco. Me es difícil mantenerme a flote. Además, tengo que cuidar de los demás,
mi trascendencia. Lo único que podré dejarles será el tiempo de vida que me
queda.
Moby la escuchó con plena atención. No podía pretender
quitarle el deseo de estar con su familia. Es lo único que queda cuando todo lo
demás se ha ido.
— Está bien, Zerbu. Pero trata de visitarme más seguido. —
Dijo con la esperanza de que así fuere.
— Lo haré, trataré. — Dijo sin más la tortuga. — Hoy estoy
aquí con la intención de que acompañes a mi amigo al fin del mundo. Pequeño
cordero, sube al lomo de Moby. Tengo que volver. — Sus palabras ya sonaban a
cansancio.
El cordero sentía que pisaba tierra firme gracias la
magnitud de Moby. Ahí pudo hasta sentarse y observar como la tortuga se alejaba
bajo el agua.
— Bien mi arbusto blanquecino… ¿Qué buscamos? — Dijo Moby
sin rodeos.
— Quiero conocer el horizonte. — Dijo en un tono que solo
describía las ganas de no perder más tiempo. Dicen que ahí van las nubes… y yo
quiero formar parte de ellas. En la mañana intenté llegar a ellas, pero no pude
alcanzarlas por mis cortas piernas. — Su mirada se posó en la el azulado lomo. —
Desde la cabeza de la jirafa pude ver que en el horizonte se puede llegar a
ellas. Ahí podré esconderme del viejo Jefe. — Ya comenzaba a creerlo.
— No pueden alcanzarse. Las única manera de sentirlas, es
esperando a que nos las brinde el cielo. Son la prueba de que existe la vida
después de la muerte.
— ¡No!, no pueden sacrificarse así nada más. — Dijo
preocupado.
— Entienden que morir no significa olvido. Siempre vuelven
más fuertes y con un propósito más grande. Ellas son capaces de caer, ignoran el vértigo
solo para que en la tierra se pueda vivir.
El cordero recordó las palabras de la jirafa sobre que las
nubes cambiaban por viajar tan lejos. A pesar de que la jirafa nunca había
estado cerca del mar, lo que ella le dijo no estaba tan incorrecto, solo que
ahora sabía cómo y por qué. Comprendió que las nubes tenían un propósito mayor
que solo dibujar figuras en el cielo.
Prefería seguir viendo las nubes tal como las recordaba, tan
libres y con significados que entre sus amigos y él podían decidir a su paso; ya
no importaba que el Jefe lo molestara, estaba orgulloso de que la vida
comenzara a tener sentido.
— Verás, pequeño cordero, aquí en el mar, puedes tener todo:
el cielo, la Luna, el arcoíris… — Dijo Moby con la intención de mostrárselos. —
Y ni siquiera tenemos que movernos.
El cordero no comprendía nada. Estaba a punto de darle un
calambre cerebral.
— ¡No te creo!, aquí todo se ve azul. — Creyó que Moby se
burlaba de él.
Así que la ballena se sumergió lo suficiente para que de
nuevo pudiese respirar y expulsar aire en la superficie. Y lo que pudo
regalarle al cordero, es un pequeño arcoíris formado por la brisa y los rayos
del sol que descansaban sobre ellos.
Si el cordero pudiese ver sus propios ojos, sabría que el arcoíris
se le había colado en ellos. Ni el negro en sus ojos pudo resistirse a los
colores que le brillaron por un momento.
— ¿Lo ves? — Rió al ver la cara del cordero.
El cordero solo asintió con la cabeza.
Parecía que sus ojos acabaran de conocer la luz, o quizá
solo los colores. Los minutos y las horas pasaron, y el cielo se mostró con
tonalidades anaranjadas, violetas y rojizas, como si en cierto modo se hubiese
ruborizado porque él se le quedó viendo por tanto tiempo.
Moby quería enseñarle que estaban más cerca del cielo de lo
que él creía.
— ¿Qué esperamos, Moby? — Preguntó el cordero preocupado por
la hora.
No fue necesario esperar a la media noche. El reflejo se veía perfecto en aquella obscuridad.
Al volver, la tortuga le preguntó si había encontrado lo que
buscaba.
— No se trataba de buscar. Solo de verlo desde otra
perspectiva. El cielo también está ahí, donde nos hundimos. Te abraza, ofreciéndote
cada espacio de él aquí abajo. Podemos tenerlo todo, solo debemos ser capaces
de verlo. Me equivocaba al pensar que era necesario tener algo para
complementarme, y ahora sé que todo se trata de admiración, que nada está hecho
para sostenerse; porque todo, absolutamente todo, es inalcanzable aun teniéndolo
a la mano.