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domingo, 26 de julio de 2015

Café

Tras la llegada de los invasores, su familia y amigos tuvieron que huir. Fue tan repentino que en el momento de desplegar sus alas tomaron direcciones diferentes. Su vida quedó atrás, no por haber huido con rapidez, sino en el tiempo. Los días pasaban y Kibu guardaba la esperanza de volver a verlos, ¡ah!, cómo extrañaba los días en los que podía refrescarse en el río tras un descenso en búsqueda de peces; no olvidaba aquellos abrazos que le daba Hann, su amigo que desde la infancia había compartido con ella bastante historia; y su hermanita, que le había enseñado a volar y a cuidarse, quien siempre tenía un pretexto para acercarse a ella, y también quien le hacía entender que aun pudiendo huir, el nido siempre necesitaría ahí su fuerza, su fe.

Después del viaje se sosegó en el punto más alto que pudo encontrar. Ahí sentía una fuente de calor agradable que provenía de unas altas columnas que además presumían unas luces rojizas que facilitaban su vista; tan altas que supuso nadie podría molestarle en esa escala que había hecho en su viaje al norte.

La luz del día se desvaneció dejando paso a una casi nula visibilidad, y no importaba porque ahí ya no había nada. Se dijo a sí misma que estar ciega resultaría en lo mismo, pues aquél desierto le hacía sentir que ni siquiera estaba con vida.

— ¿Se puede pretender estar cuando no hay nadie para demostrárselo?

Se rindió ante el cansancio con la idea de que en algún momento habría de amanecer.

La obscuridad cedió. Sus grandes ojos le alcanzaban para escudriñar todo el silencioso valle, tan extenso que pensó que podía durar el día entero volando y aun así no alcanzaría el otro extremo y decidió que sería más fácil notar cualquier movimiento desde ahí. Ya no había prisa, pues si hacía las cosas con rapidez, había más tiempo para que la nostalgia invadiera su serenidad.



Cada hora que pasaba, su estómago le recordaba que necesitaba saciarse.

— ¡Vaya!, mira que sobrevivir al exterminio para después tener que morir de hambre, debería ser considerado como una de las muertes más vergonzosas que a alguien pudiere pasarle. — Se dijo con cierta tristeza.

Recorrió algunos kilómetros a la redonda en busca de comida y agua. Consiguió agua de lluvia y comió duraznos de un pequeño árbol que alguien había sembrado cerca de la gigantesca estructura.


El follaje se movió en contra del viento, emitiendo un sonido casi inaudible a pesar de aquella tranquilidad. Kibu puso su total atención en aquella área verde. El movimiento había sido tan repentino que se negó a aceptar que había sido una simple casualidad. Prefería ahorrar fuerza para salir a comer los duraznos o tomar agua, así que solo observó la zona desde el punto que ya había establecido como un hogar. Pasaron las horas y el frío comenzó a calarle a pesar de su plumaje.

Entonces lo vio de nuevo a pesar del cansancio en su mirada, la voz en su interior le aconsejaba que debía bajar y echar un vistazo, no por el hecho de que había algo que comer, sino porque por primera vez después de mucho tiempo sentía que podía cambiar su vida, de nuevo. Así que estiró sus alas y planeó en círculos sobre aquella zona, tratando de observar algún movimiento que le quitara toda duda.

— Vamos Kibu, no estás loca, ahí afuera está alguien que quizá esté esperando ser descubierto, alguien que también se haya quedado solo después de la tragedia.


Era pequeño tan pequeño que podría haberse confundido con una piedra, una a la que parecía haberle crecido un escaso musgo del color de la tierra. Temblaba, pero no podía determinar por qué. Descendió un poco más, asegurándose de hacer el menor ruido posible. Se posó al otro extremo de lo que parecía haber sido una calle, y entonces pudo percatarse que la piedra no era una piedra, sino alguien que tenía los ojos más maravillosos que había visto en su vida. Nunca una mirada le había dado tanta esperanza.

Unas orejas pequeñas brotaron por encima de lo que era su pequeña cabeza, a la vez que sus pupilas se dilataban ante el ángel que tenía enfrente. Tenía miedo, pero se sentía diferente, éste no lo paralizaba, sentía la adrenalina recorrer su pequeño cuerpo pero a la vez le servía como anestésico. Y entonces, cerró los ojos.

La noche comenzaba a entintar el cielo de tonos anaranjados y rojizos, como quien enciende una fogata para tratar de hacerle frente a la fría noche. Kibu se acercó a la bolita que era aquél desconocido, lo tomó entre su pico con la delicadeza que se trata la fragilidad y lo metió donde parecía él había hecho su refugio. Ella acercó unas hojas a manera de nido e hizo guardia durante la noche.




Cuando él despertó, había unos duraznos a su alrededor y agua contenida en el hoyo que alguien había cavado, consiguió moverse hasta este último y bebió. Le sabía un poco ácida, pero no importaba, si los días resultaban amargos, quizá todo debería ser de la misma manera. Se acercó al gigante durazno que era casi de su tamaño y se preguntó si era una especie de prueba para ser digno de comerlos. Rodeó el que parecía más pequeño y abrió su boca para intentar morderlo, después lo golpeó con sus pequeñas patas, pero nada podía abrirlos, ni siquiera su desesperación.

Una ráfaga de aire lo abrazó, sintió estar en peligro y la mejor idea era correr hacia su refugio, pero no podía abandonar ahí esos duraznos. Trató de empujarlos y también de jalarlos, pero eran demasiado pesados para él. Dio algunos brincos en dirección a su refugio y se prometió volver por ellos. Se hizo bolita tras ver que aquella se aproximaba con elegancia hacia él.

— ¡Hola!, ¿conejito? - Dijo ella

Él decidió que el silencio era la mejor respuesta.

— Sé que estás ahí, puedo ver que estás hecho bolita. — Continúo en tono afable.

El conejito entonces abrió los ojos para observarla. Entendió que ella era quien le había llevado de comer y había cavado el hoyo para que pudiera beber.

— H..h..holaa — Dijo con la ternura de quien ignora si fueron sus mejores palabras.

— Te ves un poco mejor, — dijo con una sonrisa en sus labios. — ¿cómo te sientes?

— B..bien, g..gracias. — El tono en su voz aun le temblaba.

Ella pudo notar que los duraznos estaban enteros y como quien comprende por qué algo salió mal, comenzó a desgarrarlos. Los partió en trozos pequeños y se los acercó. El asombro en los ojos del conejito podía describir la densidad de un cielo estrellado.

— Siento no habértelos preparado — dijo en verdad apenada.

— N..no impor... — Comenzó a comer los pequeños trozos con tanta velocidad que Kibu se preocupó.

— Oye, despacio, no quiero que te ahogues, ¿sabes? sería muy tonto morir ahogado después de haber sobrevivido al nudo en la garganta que se siente haber perdido a todos a nuestro alrededor.

Y entonces él comenzó a relajar aquella presteza.

— ¿Cómo te llamas? — Preguntó ella

— Café — Dijo más gordito de lo que era antes de comer.

— ¡Qué bonito nombre! — En verdad le gustaba ese nombre, le quedaba perfecto a aquél pedacito de tierra.

Descansaron unas cuantas horas cerca de su refugio. En realidad no habían hablado mucho, pero se dijeron todo; estaban juntos para recuperar la vida que se les había arrebatado.


Café se sentía ya con más fuerza, así que decidió salir de su zona de confort. Estiró un poco sus pequeñas patas y brincó hasta que se cansó. En su lento ascenso hacia el refugio, miró sin ver que se aproximaba volando el ave. Despreocupado alzo una de sus patitas para informarle que le esperara, pero el ave no entendió, él notó que quien planeaba por encima suyo era de mayor tamaño y de un color ennegrecido.

Aceleró el paso a pesar de la fatiga, tenía que llegar a su refugio y pronto. Ahí, Kibu lo protegería. El ave descendió en picada, tan rápido que ni correr en zigzag le ayudaría en absoluto, así que entró en una zona con mucha hierba y donde unas piedras lo camuflarían. El ave detuvo de golpe el descenso y comenzó a planear elípticamente sobre la zona. Café entrecerró los ojos esperando que no lo viera. Era demasiado tarde. Una vez abajo, se aproximó lo suficiente para poder verlo, comer algo de ese tamaño al menos le quitaría el apetito vespertino.

— ¡Déjalo en paz! — La voz venía de detrás de él.

El ave volteó y sonrío. La voz le pareció tan conocida que no pudo evitar que en su pico se reflejara una sonrisa.

— Hola Kibu, creí que habías muerto.

— ¡Que lo dejes, he dicho! — De nuevo con un tono imperativo.

— Siempre es un gusto saber de ti, también. — Y volteó nuevamente a mirar a su presa.

Kibu se interpuso entre Hann y Café de un brinco.

— Ven, vamos a otro lado, tengo que contarte una historia. — Dijo ella.

— Y quiero escucharla con el apetito calmado. — Seguro de que así sería.

— No te lo permit... — El ala de Hann se encontró con su cabeza de tal manera que por un momento le hizo perder la conciencia.

— El mundo está hecho para los que sabemos lo que somos. Siento que la destrucción de nuestro hábitat también se haya llevado consigo tu raciocinio.

Café corrió entre la maleza y las piedras que tras las lluvias se habían derrumbado de la montaña. En algunos momentos tropezó y se pegó, se ensució con la arcilla de aquellos desprendimientos. —Si me alcanza, al menos no estaré lo suficientemente sabroso como para que me disfrute. — En la huida dejaba atrás los girones que las alas de aquellos dos emitían en una danza que auguraba la ruina.

Cuando ya no le quedaban fuerzas, se escondió tras un pequeño árbol rodeado de setas que le servían de sombrilla. Pensó que esconderse sería la mejor ayuda, al menos hasta que recuperara las fuerzas.

Y entonces, salió.

Tomó una pequeña rama entre se boca, y corrió lo más rápido que pudo al lugar que momentos antes había abandonado.


Ella se encontraba en el frío suelo. La otra ave no estaba. Café se dio cuenta que había sido un error huir, si no hubiera sido tan cobarde... Se acercó y pudo ver que ella aun respiraba y entonces hubo esperanza. Le habló pero no lo escuchó, la tocó y ella solo sintió dolor.

— ¿Por qué todo lo que toco termina así? — Se le salieron las lágrimas.

El crujido en el árbol cercano fue tan ensordecedor. El descenso fue rápido y unas alas negras se cerraron a poca distancia de él.

— La amé hasta el final de los días, solo que ella ya dejó de ser lo que solía ser.

— ¡Ella no merecía esto! — Y agarró la ramita entre sus patas.

El ave avanzó primero lentamente, y después con la velocidad que cae un rayo, su pico ya se encontraba cubriendo a Café.

Bajo el pico, Café estaba hecho bolita sosteniendo con toda su fuerza la ramita, en posición vertical. La ramita estaba afilada de un lado por lo que el ave sintió el ardor en su garganta, como si se hubiese quemado con el mismo sol. Abrió el pico y salió huyendo de ahí sin siquiera trinar por el dolor. Una vez que Café abrió los ojos, notó que lo que lo abrazaba, nuevamente era el frío.

Corrió hacia Kibu y tocó su cabeza húmeda.

— Siento no haberte protegido, por no estar aquí cuando más me necesitaste.

— Café, tú me salvaste. — Musitó.

— ¡No, te he fallado!

— Lo hiciste muy bien. Esto es por lo que vale la pena morir, Café.

— Pero...

— Ven, acércate. — Le pidió ella.

Ella besó su mejilla con la intención de contener la lágrima que recorría el rostro de Café.

— Gracias por darme de beber en este infierno, eres el único que regresó por mí, eres el único por el que éste lugar ahora es mi hogar.

— Quédate conmigo — Imploró

— Sonríe, por favor, quiero verlo...

— ¿Eh? — Confundido

— ¿Ves el horizonte? Él guarda la promesa de un amanecer...

Café asintió.

— Tan parecido a la línea entre tus labios, Café.

Él le regaló la sonrisa más bonita que ella hubiera visto.

FIN.